“Y es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela”.
Paulo Freire
¡Contexto, por favor!
Transitaba el año 2012, el “fin del mundo” del siglo XXI, y con mis 17 años ya terminaba la educación secundaria en la escuela pública. Mis padres, previendo el futuro, me empezaban a preguntar “¿Qué vas a estudiar?”, a lo que yo evitaba la pregunta porque en lo que menos pensaba era en abandonar la adolescencia. Después del famoso viaje a Bariloche y de perder la ilusión de que la vida terminaba ahí, decidí ir con una orientadora vocacional para que me diga, a modo de vidente, cuál era mi destino académico. Recuerdo que fue una sola entrevista, en ese momento me pareció algo bueno porque podía volver a casa a jugar con mis amigos en internet, solamente quería que alguien me diga qué hacer para convencer a los viejos.
—¿Qué es lo que te gusta? —me preguntó la psicopedagoga.
—No sé, jugar al Counter… salir con mis amigos los fines de semana… ir a la casa de mi novio. —contesté sin entender bien a qué apuntaba la pregunta.
—Bueno… ¿Qué es lo que no te gusta?
—No sé, supongo que jamás elegiría ser profesora o algo de eso, después cualquier cosa me da igual —contesté segura de lo que decía, no podía pensar en la idea de la docencia sin despegar la imagen los profesores que me habían hecho la vida imposible durante la secundaria, sentía que esa profesión te volvía un frustrado en la vida.
—Bueno, te voy a dar unas tarjetas y elegí la que más te guste —dijo mientras me daba unas 30 tarjetas con nombres de carreras.
Leí, estaba “escenografía”, “contador público”, “abogado”, y muchas profesiones… ninguna tenía una descripción de qué se trataba, ni ella me explicó tampoco, pero era cuestión de elegir la que me parecía más “copada”. Descarté todas y elegí “arquitectura”.
—Bueno… —expresó juntando las tarjetas—. Podés estudiarla en Rosario o en Capital. ¡Muchos éxitos! —y ahí terminó la entrevista.
Primer intento
Llegó el 2013 y en enero viajé a Rosario a inscribirme en esa carrera que “la vidente” me dijo. Conocí la UNR, la ciudad universitaria, el descontrol estudiantil, los micros de ida y vuelta, y todo el folklore de ser un adolescente del Interior estudiando en la gran ciudad. Alquilé un departamento con 3 compañeros, y me preparé para “la carrera de mi vida”. Ya ponía en mis redes sociales “futura arquitecta”, “me encantan los edificios”, y demás cosas desde el desconocimiento total.
Entendí qué era ser docente: repensar la práctica, optimizar el proceso enseñanza-aprendizaje, contextualizarse en los individuos, adaptar toda esa teoría que llevaba conmigo, entre más cosas
Empezó la cursada y… no voy a adentrar en lo que respecta a la vida universitaria… solamente voy a destacar que me sentía un número. Eramos mil estudiantes por cada materia, no entendía nada de lo que los profesores exponían, y trataba de estar al día con todo, pero apareció mi peor enemigo: las manualidades. Resulta que la carrera es un 20% ciencias exactas y un 80% ciencias subjetivas/artísticas, algo que me parecía ilógico según lo que yo entendía por arquitectura al principio. Habré leído 5 páginas en todo el año que estuve, después era cuestión de hacer una maqueta o un dibujo y que el profesor de turno diga “me gustó” o “no me gustó”, y si preguntabas cómo cambiar la segunda opinión era irreversible: un día le gustaba algo y al otro día había cambiado de opinión. Trataba de seguir, a pesar de que me había dado cuenta de que no me gustaba (y que además dibujando soy un queso), pero era imposible tolerar la subjetividad en la evaluación, necesitaba que me escriban en un papel “esto es lo que quiero” para poder defender mi trabajo, pero como dije antes, en primer año éramos todos un número entre mil. Frustrada de que las maquetas y los dibujos no funcionen decidí abandonar cerca de fin de año, pero no solamente la carrera, Rosario en general. Volví a casa llorando y le dije a mis padres “no quiero ir a la universidad, no puedo, lo intenté, pero no es lo mío, trabajaré de lo que sea, pero no quiero estudiar más”. Mis padres automáticamente me mandaron con otra orientadora vocacional.
Buscando un nuevo rumbo
Me acuerdo que lo primero que le dije a esta orientadora fue “Quiero leer, no sé qué, pero quiero leer y que me evalúen de acuerdo a lo que está escrito, no quiero más la opinión de alguien”. Y me propuso estudiar Literatura. Sí, me encantaba la idea, el problema era que la licenciatura estaba en Rosario, lugar al que no quería volver, por lo que me recomendó: “podés hacer el profesorado en literatura en Baradero, a 30 kilómetros, y después haces el año que te queda a distancia”. Bien, me gustaba el plan, así que llegué a casa y llamé al instituto. Por teléfono me confirmaron que ese profesorado había cerrado hacia un año, pero que tenían el profesorado en Historia. Bueno, dentro de todo, voy a tener que leer. Fui a inscribirme para el año siguiente y me emocioné con la idea de leer y que me evalúen por algo que podía reclamar.
Entró el 2014, y yo con mis 19 años viajé a la primera clase de mi nuevo destino: “Historia”. Sí, no pensaba en la otra parte del título (profesorado) porque quería después continuar hasta ser licenciada y no pisar una escuela. Resulta que cuando entra la profesora de una materia nos dice al entrar “bienvenidos al profesorado de Geografía”. ¿QUÉ? Con la mitad de los compañeros fuimos directo con la regente a preguntarle qué había pasado, a lo que nos respondió que sorteaban cada año si abría un profesorado u otro, y justo salió Geografía, pero que si esperábamos un año cursábamos Historia. Bueno, “ya fue” dije y volví a la cursada. Sin dame cuenta, pasé el año fascinada con lo que estudiaba, por lo que al fin decidí por mi cuenta “quiero estudiar Geografía”.
¿Qué es ser docente?
Ya por el 2019 con toda una carrera finalizada con un buen promedio todos me preguntaban “¿Por qué no agarras unas horitas de suplente?”, y yo, la verdad, después de la cantidad de residencias que tuve en el profesorado no quería saber nada con trabajar de eso en mi vida. Un día fui a tomar mis primeras horitas para probar igual, total, tenía todo un título para ejercer. Fue horrible. Salí escandalizada: “¿Cómo es que no saben leer y escribir?”, “¡No puedo vivir retando a los pibitos!”, “es imposible trabajar así”, y miles de frases que tuve que canalizar en terapia porque sentía que había cometido el peor error de mi vida. Muchos me decían “bueno, bienvenida a la escuela pública” y demás frases inmundas de gente que ocupa un cargo frente a un escritorio. Hasta que antes de la siguiente clase me pregunté “¿Por qué me enoja que no sepan leer y escribir? Yo puedo enseñarles, aunque no debería ser así ¿Qué me lo impide? ¿Quién me va a desaprobar por cambiar una clase del molde? ¿Quién me está observando y juzgando mi manera de trabajar?”. Y ahí se dio la revelación de las revelaciones. Entendí qué era ser docente: repensar la práctica, optimizar el proceso enseñanza-aprendizaje, contextualizarse en los individuos, adaptar toda esa teoría que llevaba conmigo, entre más cosas. Entré al salón y fui yo misma, y al finalizar la clase, sentí que había cambiado algo… que había logrado algo más grande que tener un título… había logrado el respeto y la atención de 30 niños que no me conocían, pero más importante: había logrado un vínculo pedagógico.
No voy a mentir, la autoridad pedagógica no es algo estable, se construye en todo momento, pero cuando se logra se vuelve fundamental para disfrutar el trabajo
De ahí en más empecé a trabajar en más cursos, viví muchas realidades, y siempre que se presentaba una dificultad era un desafío para demostrar que tenía la capacidad de mejorar la situación. Trabajé y mientras tanto estudiaba mi trabajo, cambiaba mis planificaciones, agregaba lo que veía que funcionaba mejor, sacaba lo que me parecía irrelevante, y así estuve hasta el 2021.
El accidente de tener vocación
En el 2021 empecé con las suplencias y provisionalidades anuales, donde los estudiantes iban a ser los mismos durante todo el año, y experimenté algo nuevo en el vínculo pedagógico. No voy a mentir, la autoridad pedagógica no es algo estable, se construye en todo momento, pero cuando se logra se vuelve fundamental para disfrutar el trabajo. A mediados de año, salía de dar clases sonriendo, sí, feliz, pero no porque volvía a mi casa, sino porque había logrado en esas horas que mis estudiantes aprendan cada vez más. Un día, cuando viajé a una escuela rural en la que continúo trabajando, mis estudiantes me preguntaron “¿Señora, usted viene hasta acá por dos horas nomas?”, y yo con naturalidad “Sí… por amor a lo que hago”, a lo que uno de ellos desconcertado me pregunta “¿Usted siente amor por nosotros?”. Sí, es amor, educar es uno de los actos de amor más grandes que tiene el ser humano. No tengo hijos, pero siento que mis estudiantes podrían serlo y verlos crecer me llena de ternura y orgullo, ellos con su presencia me devuelven algo más que el amor que yo le dedico a esta vocación, sin ellos yo no tendría sentido, porque con ellos descubrí que ser docente fue el mejor “accidente” que pude haber tenido en mi vida.
Actualmente estoy haciendo otra carrera, pero no la licenciatura “para no pisar una escuela”, sino todo lo contrario, opté por la Licenciatura en Educación, porque quiero aprender más sobre esta vocación que me hace tan feliz. Ojalá nunca deje de dar clases frente al aula, ojalá nunca pierda esta felicidad, ojalá los estudiantes sigan siendo ellos mismos y demostrándome que no hay nada más lindo que educar por vocación.
Alibe Esmeralda Deleo (27 años) de la ciudad de San Pedro, provincia de Buenos Aires.
Profesora de Educación Secundaria en Geografía del I.S.F.D. N°115 de Baradero. Diplomada en Educación Permanente de Jóvenes y Adultos, y Formación Profesional de la UNIPE
Actualmente cursando la Licenciatura en Educación en la UES21 (Córdoba). Trabaja en la E.E.S. N°4 «Fray Cayetano Rodríguez», E.E.S. N°6 (Gobernador Castro), E.E.S. N°7, E.E.S. N°9 (Río Tala), E.E.S. N° 11, y E.E.S.T. N°1. Delegada de SUTEBA en la E.E.S. N°4 de San Pedro.