MI MAESTRA FAVORITA

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Esta nueva sección de Siete3Siete busca conectar con la memoria emotiva de lxs lectores. Relatos acerca de los recuerdos de nuestrxs docentes, esxs que nos marcaron, que dejaron huella. Esos que, en muchos casos, fueron los que nos hicieron decidir qué queríamos ser, cómo queríamos ser. Hoy presentamos “Mi maestra favorita”, la historia de María del Carmen, una seño de cuarto que con su enseñanza hizo camino al andar.

La señorita María del Carmen no tenía buen fama. Era mayor que las otras maestras y se sabía (porque te lo contaban los que ya habían pasado a quinto), que gritaba bastante. Era de las pocas docentes que llegaban a la escuela manejando su propio auto, un falcon gris, que estacionaba todos los días delante de la escuela, justo detrás de la parada del 504, del que subían y bajaban la mayoría de nosotros todas las mañanas.

Eran los ochentas y en el pueblo íbamos solxs a la escuela desde primer grado. No se usaba que te llevaran tus papas, ibas caminando o en “cole”. La ida y la vuelta de la escuela era un gran momento, estabas con tus amigues y cualquier adulto tenía autoridad: el colectivero, una maestra que viajaba, una mamá que retaba o ayudaba según el caso a cualquier niñe que hiciera falta.

Pero en el cole no estaba María del Carmen, ella descendía de su auto con su cartera y una bolsa de red ubicua, siempre llena de cuadernos que se llevaba para corregir, y que parecía pesar una tonelada, pero nunca doblegaba su postura, erguida, alta, orgullosa, con el guardapolvo siempre impecable.

Desde la fila, cuando estábamos en tercero, la mirábamos con aprensión y respeto, sabíamos que cuando pasáramos a cuarto nos esperaba esa señorita a la que, misteriosamente, como un código nuevo que venía con ese respeto, los que tenían una año más llamaban “señora”. Nada de “seño”, como había sido hasta entonces con Alicia, Julia, Cacha y las otras seños que pululaban por el patio viendo que no corramos, que no nos lastimemos, esas cosas que hacían las seños en el patio. No. A María del Carmen se la trataba de Usted y unx la miraba con miedo y reverencia desde antes de conocerla.

Pasar a cuarto, entonces, se transformaba en un rito de crecimiento: ya no había una seño amorosa y maternal. Estaba ella, imponente, con su pelo negro y su mirada adusta. Parecía siempre de mal humor. Daba bastante miedo.

Los primeros días de cuarto eran desconcertantes, la esperábamos en silencio, y eso que éramos cuarenta y cinco. En el aula, que daba al patio de atrás, no volaba una mosca cuando ella empezaba la clase en silencio, anotando la fecha en el pizarrón. Desde el primer día había otro cambio que le daba sustancia a aquel rito pasaje: ya no se dibujaba más el clima al lado de la fecha. Dibujar empezaba a ser algo de otro tiempo, un pasado de niñez que nuestros nueve años ya empezaban a dejar un poco atrás, aunque fuera de la escuela siguiéramos jugando con autitos y muñecas.

Eso la hacía especial a María del Carmen: si superabas el miedo, te hacia sentir “grande”. Y sentirse grande era importante. Era saber que había una línea imaginaria trazada en el patio donde se formaba a la mañana que te separaba de los “nenes” de primero, segundo y tercero. Era casi una responsabilidad, era llamar Señora a la maestra.

María del Carmen enseñaba con método y vehemencia. Con ella aprendimos que vivíamos en un municipio urbano, que no era lo mismo que un partido pero casi, que “sujeto y predicado” no era un capricho para llenar el cuaderno de colores sino que era “para hablar bien”, que muy cerca de donde estábamos había cultivos de los que se dibujaban en el mapa pero también animales que podían ser peligrosos para la salud, como unos ratones que transmitían la fiebre hemorrágica argentina.

Pero lo más importante que nos enseñó y que era la estructura fundante para la vida en general, fue a “resumir”. Que pudiéramos destacar ideas principales y secundarias era una pasión para ella. Nos hacía pasar al frente, leer en voz alta un párrafo que había seleccionado y decir cuales eran las ideas principales. Uno de los momentos mas aterradores de cuarto grado eran esas pasadas al frente para resumir. Lo hacía de forma intempestiva, sin avisar; estaba hablando, por ejemplo, de la cadena alimentaria, y llamaba a alguien al frente. Tomaba su versión vieja del manual kapeluz del alumno bonaerense, y le hacia leer al alumnx seleccionado el párrafo elegido y “contar con sus propias palabras” de que se trataba la cuestión. Era un momento espeluznante para todes, para el pobre que le tocara pasar al frente y para los que nos quedábamos en nuestro banco, inmóviles, lívidos.

Si no podías sacar al menos una idea, ella te iba guiando con preguntas hasta que lo lograras, pero lo hacia con voz de mala, como amenazante. Era raro, porque si bien terminabas entendiendo, en el interín la habías pasado horrible. Cuando le hablaba feo a algún compañrx queridx era un sufrimiento atroz, una solidaridad reprimida, una empatía silenciada. El damnificadx volvía a su asiento vencido, humillado, roto. Pero cuando entendías bien y podías dar una idea principal concreta, todo cambiaba. Los ojos de María del Carmen se iluminaban y su seño eterno se difuminaba en una mueca que casi podría haberse llamado sonrisa. Te felicitaba y tal vez hasta te daba una palmadita amorosa en el hombro, y unx volvía al banco con el pecho inflado y la cabeza en alto. Eran los únicos momentos en toda la mañana, en todas las mañanas, en los que se la veía distendida y jovial. A María del Carmen, que entendiéramos la hacía feliz. Y eso, la hacia una Gran Maestra. Mi maestra favorita.

Malena Guarnieri es licenciada y profesora en ciencias de la educación, especialista en educación y tecnología, y en general se dedica a administrar y asesorar pedagógicamente sobre campus virtuales. También es la webmaster de esta revista. Eventualmente, despunta el vicio de escribir.