Ya no están al frente de un aula, pero su compromiso no tiene fecha de vencimiento. Recuerdan con amor su paso por la docencia, una actividad que lxs marcó a ellxs y a muchxs de sus alumnxs, y no renuncian a seguir ejerciendo su vocación: crear vínculos que nos hagan mejores personas.
Desde su infancia humilde en San Juan, Dora Oliva sabía que quería ser maestra, aunque probablemente no imaginaba que, ya en Buenos Aires, sería protagonista de la creación del Suteba de Vicente López. Cuando recorría 37 kilómetros para trabajar en una escuela rural en Pehuajó, Graciela Tejeda ya estaba segura de que el sentido de su vida pasaba por “participar, comprometerse, ayudar, dar una palabra, dar una mano, en todo momento que se pueda”.
Cuando Conrado Toti llevaba a sus alumnxs a conocer comunidades aborígenes, sin dejar de pelear por la apertura de una escuela para adultxs en Rafael Calzada, estaba sembrando lo que más tarde cosecharía: “cuando ando por el barrio recibo mucho afecto y cariño de los chicos y de los padres, y para mí es lo mejor que me pudo haber pasado como maestro”. Mientras trabajaba en casi todas las escuelas de su querida Dolores, Dora Leonor Ponce iba construyendo lo que sería el balance de su carrera: “estreché lazos de amistad y compañerismo, en un proceso de enseñanza-aprendizaje muy enriquecedor”.
Día del Maestro, Día del Profesor, Día del Jubilado. Finalizando un mes de septiembre cargado de celebraciones, quisimos contar estas cuatro historias, como una forma de rendir homenaje a todas y todos.
De San Juan al Conurbano
La infancia de Dora Oliva estuvo marcada por “esas escuelas que hacía Perón”. Hija de un obrero ferroviario, se considera “docente de vocación, creo que nací ya pensando en ser maestra”. “Hice toda mi primaria en la Escuela 32, que hoy en día cuando yo voy a San Juan y la visito, está intacta. Después pasé a una de las escuelas-hogares, y ahí estuve un buen tiempo. Tengo los mejores recuerdos, los mejores maestros y compañeros”.
“Soy hija de un obrero ferroviario, éramos nueve hermanos, así que cuando llegué ahí parecía que había tocado el cielo con las manos. Ya no compartía la escuela solo con los chicos de mi barrio. Las escuelas-hogares eran las mejores, y había una integración de distintos sectores sociales. Iban las hijas de los dueños de las bodegas y de los empleados del gobierno, y nos llevaban en unos micros espectaculares de la Fundación Eva Perón. Después del derrocamiento, nos mandaron a cada uno a su casa y lo sufrí mucho”.
Luego de terminar la primaria en el colegio de su barrio y de recibirse de maestra en la Escuela Normal Regional General San Martín, comenzó a trabajar en la campaña nacional de alfabetización. “Mi primer alumno era un señor de 54 años y yo tenía 19. No sabés cómo aprendió a leer y a escribir ese hombre. Parecía que había tocado el cielo con las manos cuando podía leer solo”, recuerda.
En 1970 se viene a Buenos Aires porque quería seguir la carrera de abogacía. Empieza a trabajar en un estudio jurídico en el centro y hace el ingreso a la Facultad de Derecho. “Ingresé con un buen promedio (8,20), pero después se vienen mis padres con todos mis hermanitos a Buenos Aires, y alquilábamos. Entonces yo empiezo a trabajar como maestra con doble cargo, y el cuero realmente no me aguantó. Tuve que abandonar”.
“Yo ya estaba vinculada con la actividad gremial, porque trabajaba en una escuela en Tortuguitas, y la directora era la secretaria general de la UDEB en ese momento”.
Durante su carrera Dora se cruza con dirigentes y militantes que hicieron historia. “Después me cambio de esa escuela y voy a una en Villa de Mayo, y ahí la tengo de compañera a Stella Maldonado. Stella sabía que yo militaba en Tortuguitas. Ella era la secretaria administrativa y empieza a organizar todo más formalmente. Tengo el carnecito de la UDEB de 1984, cuando me afilia Stella y tengo el número de afiliado 611”. “Cuando me vengo a Vicente López con doble cargo, aparecieron Marina Mapelli y Julio Cereza”, agrega.
“Tuve compañeras muy valiosas”, recuerda Dora cuando relata que también estuvo en Jujuy, “trabajando en escuelas de régimen de verano, allá por los años 66, 67. Ahí conocí a Marina Vilte, excelente compañera. Cuando llegué a Jujuy me albergué en la Casa del Docente, y ahí la conocí a Marina”. Y también menciona a Susana Pertierra, con la que compartió encuentros de militancia en Buenos Aires. Ambas fueron secuestradas y desaparecidas durante la última dictadura cívico-militar.
“Mientras estaba trabajando hice el profesorado de educación especial y terminé mi carrera en esa modalidad, como maestra y secretaria de la Escuela 503 de Vicente López. Y en el Suteba estuve toda la vida, desde que se creó hasta la última renovación de comisión, siempre como secretaria de finanzas”. “Sigo ligada al Suteba, no me puedo despegar. Ahora no voy porque no puedo salir, si no seguiría yendo, a estar con las compañeras, a las reuniones de delegados… El Suteba de Vicente López es como mi segundo hogar”, cuenta Dora, y sintetiza: “Me costó mucho, pero siempre digo, si yo vuelvo a nacer, vuelvo a ser maestra”.
Sigo ligada al Suteba, no me puedo despegar. Ahora no voy porque no puedo salir, si no seguiría yendo, a estar con las compañeras, a las reuniones de delegados… El Suteba de Vicente López es como mi segundo hogar
Dora Oliva
La Carpa Blanca, 2001 y la inundación
“Empecé a trabajar en 1989 como maestra suplente en una escuela especial, la 501. Dábamos clases como podíamos. En esa época no había listados, no había puntaje por cargos, un montón de cosas que están ahora gracias a la lucha del Suteba”, recuerda Graciela Tejeda, que fue secretaria gremial durante varios años.
“Cuando hablo empiezo a hacer memoria y es larga la historia, eran épocas intensas. Me tocó vivir la Carpa Blanca, el 2001, todas las luchas”, cuenta Graciela, que en el mismo año del estallido social debió enfrentar una gran inundación en Pehuajó.
Luego de trabajar en la escuela especial, en 1990 se desempeñó como maestra en la escuela rural 33 de Paraje el Ranchito, a cargo de la dirección, porque era una escuela unitaria. “Con 6 pibes, me acuerdo, y hacía 37 kilómetros para llegar”.
Después siguió como vicedirectora en una escuela de doble escolaridad y luego fue directora en el campo de nuevo, “con 6 ó 7 pibes a cargo”. Cuenta algunos detalles que pintan mejor el panorama: “acá el transporte público no existe, las escuelas de campo más lejanas están a más de 40 ó 50 kilómetros, donde en el invierno vas a la tarde y en la época de calor vas a la mañana. También hacés de mandadero, llevás cosas, las cebollas, las papas o el pan a los caseros, a los vecinos o a los papás de los pibes”.
“Como directora en la Escuela 42, de Paraje Abel, que era muy grande porque funcionaba en una estación de tren del ex Ferrocarril Belgrano, ahí nos agarró la inundación de 2001”. La catástrofe disparó la inmediata solidaridad de la Escuela Pública y de sus docentes. Anduvo en sulki y en unimog, y recuerda que, aunque a ella no le tocó, “algunas maestras llegaron a ir a la escuela en helicóptero”. Llevaban y traían cosas. Rescataban gente.
“Hasta vino Greenpeace a hacerme una nota, para ver cómo hacía mi trabajo. Y el trabajo era más que nada la presencia, el acompañamiento, que la gente no se sienta sola y ayudarlos. Cuando no se pudo más, esa gente fue rescatada. Y la escuela la tuvimos que trasladar a una estancia, donde nos prestaban una habitación de la casa del dueño para que pudiéramos dar clases”.
Ya no sigue en actividad pero nunca deja de dar una mano. “Colaboro con muchas cosas. Con mis nietos, ayudándolos con la tarea. Con mis vecinos, en estos momentos de pandemia, ayudando a los chicos, recopilando los trabajos prácticos de los profes, yendo a la escuela a buscar esos trabajos, prestando internet, si hay que googlear algo lo hacemos. Con los barbijos puestos y con todos los recaudos necesarios”, aclara.
vino Greenpeace a hacerme una nota, para ver cómo hacía mi trabajo. Y el trabajo era más que nada la presencia, el acompañamiento, que la gente no se sienta sola y ayudarlos
Graciela Tejeda
Dice que las experiencias que más la marcaron fueron su paso por las escuelas rurales y su actuación como secretaria gremial: “todas experiencias ricas y saludables, que sirven para la vida. Lo mejor que podría haberme pasado es haber sido docente, haber criado a mis hijos, haber estado en el Suteba y seguir en la lucha diaria”.
Ahora colabora con la cooperadora de la escuela de su barrio, la EES N 5, haciendo lo que hizo siempre: “participar, comprometerme, ayudar, dar una palabra, dar una mano, en todo momento que se pueda”.
De Rafael Calzada a las comunidades aborígenes
“Disfruté mucho mi trabajo, y siempre traté de que la comunidad educativa pueda superarse socialmente”, dice Conrado Toti, a manera de síntesis. Aunque se presenta como maestro de las Escuelas 72 y 709 de Rafael Calzada, partido de Almirante Brown, fiel a esa consigna de que la comunidad educativa pueda superarse socialmente, su trabajo excedió largamente la relación con sus alumnxs dentro de un aula.
Fue delegado de la escuela hasta que se jubiló, participó como congresal tanto en el Suteba como en la CTA, fue revisor de cuentas en varias oportunidades en el distrito y continúa siendo congresal de la CTA. Pero además de su participación gremial, Conrado emprendió otras actividades en beneficio de sus estudiantes y de la comunidad. “En la Escuela 72, en el Barrio 2 de Abril, tengo el orgullo de decir que tuve una participación fundamental para abrir la escuela de adultos, que es la 709, y el jardín después, que se abrió hace 5 años, que está al lado de la escuela 72, juntando firmas y haciendo notas con ayuda de la comunidad”.
como trabajo áulico, todos los años traté de llevar a los chicos a diferentes lugares del país para que nos relacionáramos con distintas escuelas, sobre todo de grupos aborígenes o rurales”. Enumera algunos de esos viajes que lxs estudiantes suelen no olvidar jamás, porque les abren la cabeza al ponerlos en contacto con realidades tan diferentes a las suyas
Conrado Toti
“Y por otro lado, como trabajo áulico, todos los años traté de llevar a los chicos a diferentes lugares del país para que nos relacionáramos con distintas escuelas, sobre todo de grupos aborígenes o rurales”. Enumera algunos de esos viajes que lxs estudiantes suelen no olvidar jamás, porque les abren la cabeza al ponerlos en contacto con realidades tan diferentes a las suyas. “Por ejemplo, la comunidad tehuelche Camusu Aike en Santa Cruz, la comunidad mapuche en Comallo, Río Negro, la comunidad colla en Maimará, Jujuy, la comunidad guaraní en Fortín Mbororé, en Puerto Iguazú, Misiones”.
“Cuando ando por el barrio recibo mucho afecto y cariño de los chicos y de los padres, y para mí es lo mejor que me pudo haber pasado como maestro”, concluye, a modo de balance.
Varias escuelas y el primer café literario de Dolores
“Al final de mi carrera, el balance es positivo”, cuenta Dora Leonor Ponce. “Estreché lazos de amistad y compañerismo”, añade, y confiesa que “en la práctica constante de lo discursivo, perdí bastante de mi timidez”. “Trabajé en todas las escuelas primarias de Dolores, en las secundarias que implementaron el polimodal, y en algunas rurales, siempre en este distrito. Me desempeñé 20 años como maestra de grado, y el resto de mi carrera como profesora de lengua en tercer ciclo del entonces polimodal”.
Pero eso no sería todo en la trayectoria de Dora. “Luego de haberme jubilado, como ya estaba contratada en Cultura Municipal dando talleres literarios, seguí con ellos dos años más. A posteriori me pregunté cómo sería estar en casa y no tener ocupaciones fuera, y además porque ya se venía todo este tema de las redes sociales que me encanta”.
“Había estado 15 años, creé el primer café literario que hubo en Dolores, que más tarde devino en talleres para niños, adolescentes y adultos, con lo que esa actividad conlleva cuando se trabaja con chicos, es decir, publicación gráfica de una revista del taller y el teatro de títeres que tantos momentos lindos nos dejó”.
La pandemia interrumpió su última actividad. “Había estado 15 años dictando talleres. Y un día dije “adiós”. Pero hace tres años, Felisa Novaretti, a cargo de la biblioteca General San Martín, me invitó para dar allí un taller de lectura y escritura; acepté, y en tal actividad me encontraba cuando sobrevino la interrupción debido a la cuarentena”.
Luego de haberme jubilado, como ya estaba contratada en Cultura Municipal dando talleres literarios, seguí con ellos dos años más. A posteriori me pregunté cómo sería estar en casa y no tener ocupaciones fuera, y además porque ya se venía todo este tema de las redes sociales que me encanta”
Dora Leonor Ponce
Tras una trayectoria rica y diversa, Dora Leonor Ponce destaca la relación de ida y vuelta que construyó con sus alumnxs: “en cuanto al proceso de enseñanza-aprendizaje, ha sido una especie de feedback muy enriquecedor, y no sólo en el aprendizaje sino también en los afectos, que me han dejado relaciones de amistad que hasta hoy perduran”.